Uno va viviendo y va encontrando en el camino personas con las que va compartiendo cosas no siendo, a veces, del todo consciente de hasta qué punto pueden influir en nosotros o podemos influir en ellas para bien o para mal con nuestra forma de ser, pensar, actuar…
Después de una esperanza de reencuentro en face book y al cabo de unos meses se pone fecha y casi hora al abrazo después de casi 20 años.
Los días anteriores se suceden los nervios y las sensaciones, la expectación, las dudas de que todo salga bien y la certeza de que así será, las ganas de presentaros a mi familia, de preparar algo especial para la cena, la fortuna de que vengáis los dos hasta mi casa a pasar un rato juntos, y todos los recuerdos que se agolpan queriendo salir a la luz todos a la vez:
la incredulidad del principio, ver aparecer a Iñaki con los mapas en la clase y empezar a pensar que va en serio, los posters de paisajes nevados colgados en la pared de clase para irnos haciendo a la idea, los nervios de los preparativos, vender papeletas del viaje de fin de curso por el barrio, pasar la frontera de España y salir por primera vez del país, carámbanos de hielo en los tejados de las cabañas, un exámen de integrales en los Campos Elíseos con un aprobado después de comprenderlo realmente y el sentimiento de que si todo funcionase así concediendo importancia a lo que realmente la tiene el mundo sería menos complicado, una velada con una guitarra en un albergue en algún punto de Escandinavia, la sensación de calor en la cara y de vergüenza cantando las canciones, saltos en un lago helado, un tulipán que te hace sentir por primera vez una mujer, risas, canciones en un tren, carreras para no perder otro, la canción de Lucía, una postal con dedicatoria, frutos secos compartidos, leche condensada por la mochila (a pesar de las advertencias), el peso de la larga y torcida mochila, la sensación de estar muy lejos de casa, la admiración por los paisajes noruegos, el llanto y el nudo en la garganta en la despedida, el sentimiento de que estás creciendo y el agrademiento de que te traten como a un adulto y te den responsabilidades como tal, las canciones silbadas de Javier, masajes en la cara en otro tren, las bromas y más risas, las compras de recuerdos por Venecia con tiempo libre incluido para ir por donde uno quiera (tan lejos de casa), la subida al palacio de «La bella durmiente», las pequeñas complicidades, las preocupaciones por los problemas que surgían con la sensación de estar en buenas manos, mirar hacia arriba y ver la catedral interminable de Colonia, quedarse mirando sin poder apartar la vista de un pequeño cuadro en la misma sala donde todo el mundo se agolpa delante de La Monalisa, la Victoria de Samotracia al final de la escalera, abrazos, más canciones, confesiones, charlas entre niñas que están dejando de serlo, nostalgia de lo que todavía no se ha acabado leyendo el cartel de una estación conocida de vuelta a casa en el tren, el mar que no huele a mar, el sentimiento de estar viviendo algo muy importante, la gente muy guapa pero muy fría del norte, su amabilidad, la sorprendente puntualidad de los trenes, ¡¿también hay Mc Donals en Suecia?!, «¿dónde está mi calcetín, dónde está mi calcetín, ¡oyu!, ¡tsssssss!, ¡uhhhhhh!, ¡ahhhhhh!, la limpieza en las calles de Estocolmo, el viento frío en la cara en la cubierta del ferry, el júbilo y los nervios porque arranca el tren y nos vamos de Madrid, el tacto del billete de inter-rail donde iba apuntando todos los trayectos, la catedral de Notre Dame, la basílica de San Marcos en obras, los pesados de los italianos, las pesadas que les provocaban, no querer que se me olvide nada y recordar cada detalle, los escaparates llenos de máscaras venecianas, los carteles en finlandes llenos de «Aes» con circulito arriba, ¡queeeee bonitoooo, queeeee bonitoooooo!, el calor de los albergues, la sensación de acercarnos a casa llegando a Italia por la calidez de sus gentes, por el ruido y porque el mar huele a mar, el primer tren que se retrasa nada más llegar a España, el susto de un revisor borracho que nos pide los pasaportes, no dormir en la litera de un tren, pasar las horas de noche charlando, el sentimiento de que un maestro deja de serlo para ser un amigo, el brindis con cerveza y salchichas alemanas, el sabor amargo en la boca de la cerveza negra, las estatuas tan increibles del parque de Oslo, los carteles de publicidad en los que los guapos son todos morenos, los bebés rubios con ojos azules, las fotos de grupo, las postales, un bote que sonaba como una vaca en un autobús (o un tren), la sensación de haber tenido la «suerte» de estar en el momento apropiado en el lugar correcto para poder vivir todo eso, lo contradictorio de no querer que se acabe y querer llegar para volver a ver a un chico que en aquélla época empezaba a hacerme «tilín» y que luego se convirtió en mi marido y en el padre de mis hijos, la sesión de fotos en el cole después del viaje, el montón de folios y bolis ordenados en el despacho de Javier y la orientación sobre las posibilidades de carrera… según lo que yo quería hacer, las cartas que llegaban de África y seguir compartiendo cosas importantes, la visita y la acogida en Santurce, el Cd de Silvio y Aute con una dedicatoria especial, la canción de Lucía de nuevo a dos voces en un mensaje telefónico, los mensajes por facebook.
El día x llega. Por fin el esperado abrazo y con él la sensación de que nos vimos ayer por la tarde y la alegría de volver a encontrarnos después de tanto tiempo…
Gracias por ser de las personas que influyen positivamente en la gente que tienen alrededor y trabajar a diario para crear un mundo mejor. Después del reencuentro ahora tenemos la responsabilidad de mantenerlo.
Un abrazo gigante para los dos.